Acta Bioquímica Clínica Latinoamericana |
Vacunas comestibles
El Comité de Redacción de Acta Bioquímica Clínica Latinoamericana ha seleccionado este artículo de Investigación y Ciencia, noviembre de 2000, para que sea difundido a través de FABA- Informa |
Las vacunas han hecho milagros en la lucha contra las enfermedades infecciosas. La viruela ha pasado al arcón de la historia, destino que correrá pronto la poliomielitis. A finales de los años noventa, la campaña internacional emprendida para inmunizar a todos los niños contra seis enfermedades devastadoras consiguió llegar hasta el 80 por ciento (a mediados de los setenta apenas si abarcó el 5 por ciento) y empezó a reducirse la tasa de mortalidad de esas infecciones hasta unos tres millones.
Pero esos éxitos enmascaran graves desproporciones en el reparto. Un 20 por ciento de los niños persiste todavía privado de las seis vacunas -contra difteria, tos convulsa, poliomielitis, sarampión, tétanos y tuberculosis-, lo que supone unos dos millones de muertes cada año, sobre todo en las regiones más remotas y pobres del globo. Guerras y revoluciones en muchos países subdesarrollados ponen en peligro los avances recientes obtenidos. Millones de personas mueren de infecciones, porque carecen de inmunización, ésta es poco fiable o no pueden sufragarla. La situación es preocupante. Las regiones donde se refugian infecciones que ya desaparecieron de otros lugares vienen a ser auténticas bombas de relojería. Cuando los desastres ambientales o sociales socavan los sistemas sanitarios, o desplazan comunidades enteras -provocando el contacto entre portadores y gente con bajas defensas- las infecciones que ya habían desaparecido hacía tiempo tornan a florecer. Por si fuera poco, la internacionalización de los viajes al extranjero y del comercio facilita que las enfermedades aparecidas en una zona pasen de un salto a otro continente. Mientras todo el mundo no cuente con un acceso fácil a las vacunas, nadie podrá sentirse a salvo. A comienzos de los años noventa, los biólogos, a través de la ingeniería genética, comenzaron a diseñar métodos para introducir genes seleccionados (los planos de las proteínas) en plantas y lograr, por ende, que la especie modificada, o "transgénica", sintetizara las proteínas cifradas. Se pensó en que, tal vez, el fruto, susceptible de ser modificado por ingeniería genética pudiese servir para portar vacunas en sus partes comestibles, que serían ingeridas cuando se necesitase la inoculación. Las ventajas serían enormes. Las plantas y los árboles podrían cultivarse in situ, sin excesivo costo, con los métodos tradicionales del lugar. Las vacunas cultivadas in situ ahorrarían los inconvenientes logísticos y económicos del transporte de las preparaciones tradicionales con su obligada conservación a bajas temperaturas hasta llegar a sus lejanos puntos de distribución. Todavía falta mucho para que se haga realidad la idea de las vacunas comestibles, pero hoy existen líneas de investigación que abren fundadas esperanzas de viabilidad. Parece, asimismo, verosímil que ciertas vacunas comestibles puedan suprimir la autoinmunidad, fenómeno en cuya virtud las defensas del organismo atacan por error los tejidos normales sin infectar. Entre las enfermedades autoinmunitarias que se podrían prevenir o aliviar se encuentran la diabetes de tipo I (la que suele detectarse en la infancia), la esclerosis múltiple y la artritis reumatoide. Vacunas clásicas y comestibles Independientemente de la vía de administración de vacunas contra las enfermedades infecciosas, todas se proponen activar el sistema inmunitario para que destruya enseguida los agentes de enfermedad, antes de que se multipliquen y aparezcan los síntomas. Al tomar la vacuna por un cuerpo extraño, el sistema inmunitario se comporta como si el organismo sufriera el ataque de un potente agresor. Moviliza toda su fuerza para erradicar y destruir al invasor aparente, dirigiendo su campaña contra los antígenos específicos (proteínas reconocidas como foráneas). La respuesta violenta se apacigua pronto, pero deja centinelas; estas células con ?memoria? permanecen alerta, dispuestas a desencadenar ejércitos completos si el patógeno entra en el interior del organismo. Unas vacunas proporcionan una defensa que dura toda la vida; otras, como las del cólera y el tétanos, deben repetirse de forma periódica. Las vacunas clásicas presentan su riesgo; aunque pequeño no deja de ser preocupante. Los microorganismos de la vacuna pueden despertar, provocando la enfermedad contra la que se pretendía defender, por ese motivo los laboratorios prefieren las preparaciones de subunidades, compuestas fundamentalmente por proteínas antigénicas, separadas de los genes del agente infeccioso. Por sí solas, las proteínas no causan infección. Ocurre, sin embargo, que las vacunas de subunidades son caras (en parte porque se producen en cultivos de bacterias o células animales), hay que purificarlas y deben conservarse refrigeradas. Las vacunas comestibles se parecen a las preparaciones de subunidades en que se han manipulado para que contengan los antígenos, pero no los genes que posibilitarían la formación del patógeno entero (fig. 1). Pero deberán despejarse numerosas incógnitas: ¿se lograría transformar las plantas para que portaran genes que produjeran copias funcionales de las proteínas especificadas?. Cuando las plantas comestibles se administraran a los animales de experimentación, ¿se degradarían los antígenos en el estómago antes de ejercer el efecto buscado? (Para evitar precisamente dicha degradación, se administran por vía parenteral las vacunas habituales de subunidades). Si los antígenos superaran ese obstáculo, ¿atraerían la atención del sistema inmunitario? ¿sería la respuesta lo suficientemente potente como para defender a los animales frente a la infección?. Las vacunas y las mucosas Se deberá determinar, además, si las vacunas comestibles promoverían la inmunidad mucosal. Muchos patógenos penetran en el organismo a través de la nariz, boca y otros resquicios. Por eso, las primeras barreras que encuentran se hallan en las membranas mucosas que tapizan las vías respiratorias, el tubo digestivo y el tracto reproductor. Tales membranas constituyen el mayor obstáculo disuasor contra la invasión del patógeno. Si la respuesta inmunitaria mucosal es eficaz, genera anticuerpos secretores, moléculas que se lanzan a las cavidades de esos conductos, neutralizando cualquier agente infeccioso que se salga al paso. Una reacción eficaz activa también una respuesta sistémica; en ella, las células circulantes del sistema inmunitario contribuyen a la destrucción de invasores en lugares remotos. Las vacunas inyectadas orillan las membranas mucosas y apenas estimulan las repuestas inmunitarias de las mucosas. Pero las vacunas comestibles entran en contacto con el revestimiento del tubo digestivo. En teoría, pues, activarían ambos tipos de inmunidad, la mucosal y la sistémica, doble efecto que contribuiría a mejorar la protección contra muchos microorganismos, incluidos los causantes de la diarrea. Quienes se dedican a la investigación de las vacunas comestibles conceden prioridad a las que combaten la diarrea. Tomadas en su conjunto, las causas principales -el virus de Norwalk, rotavirus, Vibrio cholerae (agente del cólera) y Escherichia coli enterotóxica (una fuente de la toxina productora de la "diarrea del viajero")- dan cuenta de unos tres millones de muertes de niños al año, sobre todo en los países en vías de desarrollo. Se trata de agentes infecciosos que dañan las células del intestino delgado y provocan un flujo de agua desde la sangre y los tejidos hacia el intestino. Para combatir la deshidratación consiguiente se administran disoluciones de electrolitos por vía intravenosa u oral y si no se dispone de la terapia de rehidratación adecuada, el paciente puede morir. No existe aún ninguna vacuna práctica, con amplia distribución en los países en vía de desarrollo, que prevenga dichas enfermedades. Enfoque pluridisciplinar Los experimentos realizados en el Instituto Boyce Thompson de Investigación Vegetal de la Universidad de Cornell y en la Universidad de Loma Linda han demostrado que las plantas de tomate o de papa pueden sintetizar antígenos del virus del Norwalk, E. coli enterotóxica, V. cholerae y virus de la hepatitis B. Además, la alimentación de los animales de experimentación con tubérculos o frutos portadores de antígenos pueden evocar respuestas inmunitarias sistémicas o de mucosas que los protegen, total o parcialmente ante la exposición subsiguiente de patógenos reales o, en el caso del V. cholerae y E. coli enterotóxica, frente a las toxinas microbianas. Las vacunas comestibles les han proporcionado cierta protección contra el virus de la rabia, Helicobacter pylori (agente bacteriano de la úlcera del estómago), y el virus entérico del visón (que no afecta al hombre). No es del todo sorprendente que los antígenos administrados a través de la planta persistan tras su curso por el estómago y alcancen y activen el sistema inmunitario. La dura pared externa de las células vegetales sirve al parecer de armadura temporal para los antígenos, conservándolos más o menos a salvo de las secreciones gástricas. Cuando esa pared termina por romperse en el intestino las células liberan gradualmente su cargamento de antígenos. La cuestión clave estriba, por supuesto, en la viabilidad de las vacunas comestibles para el hombre. Han empezado ya los ensayos clínicos. Y, pese a la fase preliminar en que se hallan, se han obtenido resultados prometedores en una primera prueba con una docena de individuos. En 1997 los voluntarios que ingirieron trozos de papas crudas peladas, que contenían un segmento benigno de la toxina de E. coli (la subunidad B), presentaron respuestas inmunitarias mucosales y sistémicas. Desde entonces, se han observado reactividad inmunitaria en 19 de 20 personas que comieron papa con vacuna contra el virus de Norwalk. En el mismo sentido, Hilary Koprowski, de la Universidad Thomas Jefferson, administró a tres voluntarios lechuga transgénica con un antígeno de hepatitis B. Dos presentaron una buena respuesta sistémica. Si las vacunas comestibles pueden realmente proteger al hombre contra las infecciones es, sin embargo, una cuestión todavía por determinar. Camino por recorrer En resumen, los estudios realizados en animales y personas proporcionan una prueba de principio. Respaldan la estrategia. Pero quedan muchas cuestiones pendientes que deben abordarse. La primera: la escasa cantidad de vacuna que una planta produce. Puede incrementarse dicha producción de varias maneras; por ejemplo, ligando los genes de antígenos con elementos vinculadores que aviven la actividad de los genes. Resuelto ese problema, habrá que establecer qué cantidad de alimento con vacuna comestible proporciona una dosis predecible de antígeno. Una de las estrategias para incrementar la selectividad implica la unión de los antígenos a moléculas que se engarcen bien en las células M, componentes del sistema inmunitario que se encuentran en la capa interna del intestino (fig. 2). Las células M captan muestran de materiales que han entrado en el intestino delgado (incluidos los agentes infecciosos) y las pasan a otras células del sistema inmunitario, como las células presentadoras de antígeno. Los macrófagos y otras células presentadoras de antígenos trituran las adquisiciones de este tipo e imponen los fragmentos proteicos sobre la superficie celular. Si los leucocitos de la sangre llamados leucocitos T coadyuvantes reconocen los fragmentos como extraños, promueven que los linfocitos B (células B) segreguen anticuerpos neutralizantes y contribuyen a iniciar un ataque más amplio sobre el enemigo descubierto. La investigación trabaja también en otros frentes. Las plantas muestran, a veces, un crecimiento pobre cuando se les exige producir grandes cantidades de una proteína foránea. Problema que se acabaría si se lograra equipar a las plantas con elementos reguladores que indujeran la reactivación de los genes de antígenos -es decir, sintetizar los antígenos codificados- en el instante deseado (una vez que el vegetal esté cerca de su maduración o quede expuesta a alguna molécula activadora externa), o en las partes comestibles. Se avanza en ese terreno. Por si fuera poco, cada tipo de planta presenta sus propios problemas. Las papas son ideales por muchas razones; se multiplican fácilmente y soportan un prolongado almacenamiento sin refrigeración. Pero el tubérculo debe cocinarse para despertar el apetito, calentamiento que puede desnaturalizar las proteínas. Las bananas no necesitan transformación culinaria. Abundan, además, en los países en vías de desarrollo, pero tardan unos cuantos años en madurar, con degradación inmediata del fruto maduro. Importa, asimismo, asegurar que las vacunas que deben potenciar la respuesta inmunitaria no reviertan el sentido de su acción y supriman la inmunidad. A tenor de lo que nos ha demostrado la investigación sobre la tolerancia oral, la ingestión de ciertas proteínas puede provocar que el organismo bloquee sus respuestas a las mismas. Para determinar las dosis seguras y eficaces y el calendario de la administración de las vacunas comestibles, la industria necesita mejorar sus instrumentos de manipulación que influyan sobre la acción del antígeno suministrado y saber si estimulará o bloqueará la inmunidad. Un punto final digno de estudio concierne a la posibilidad de que las vacunas ingeridas por la madre protejan indirectamente a los hijos. En teoría, una madre podría comer una banana o dos y disparar así la producción de anticuerpos que pasarían al feto a través de la placenta o al recién nacido durante la lactación. Además, las vacunas comestibles caen bajo la rúbrica de plantas "modificadas genéticamente", sometidas a un creciente rechazo popular. Igual que otros fármacos estarán sujetas al examen riguroso de los organismos reguladores. La lucha contra la autoinmunidad La consideración de uno de los retos aquí expuestos -el peligro de la inducción de tolerancia oral- ha llevado a la búsqueda de vacunas comestibles que eliminen la autoinmunidad. Aunque el suministro oral de los antígenos derivados de agentes infecciosos estimulan a menudo el sistema inmunitario, la ingesta de "autoantígenos" (proteínas procedentes de tejidos sin infectar en un individuo que ha recibido tratamiento) puede en ocasiones suprimir la actividad inmunitaria, fenómeno este que se observa con frecuencia en los animales de experimentación. Nadie sabe dar razón de esa diferencia. Algunas de las pruebas de que la ingestión de autoantígenos podría suprimir la autoinmunidad se han obtenido investigando la diabetes de tipo I, resultado de la destrucción autoinmunitaria de las células del páncreas productora de insulina (células beta) (fig. 3). Esa labor productora progresa calladamente. Andando el tiempo, la pérdida de células beta conduce a una grave deficiencia de insulina, una hormona que se necesita para que las células capten la glucosa de la sangre y obtener así la energía. Por culpa de tal pérdida, suben los niveles de azúcar en sangre. Las inyecciones de insulina ayudan a controlar la diabetes, pero no la curan. Los diabéticos se hallan expuestos a un riesgo elevado de complicaciones graves. A lo largo de los últimos 15 años se han identificado varias proteínas de las células beta capaces de despertar autoinmunidad en personas predispuestas a la diabetes de tipo I. Los principales culpables, sin embargo, son la insulina y la ácido glutámico descarboxilasa (AGD), una proteína. Se ha progresado también en la detección del momento de incubación de la diabetes. El próximo paso a dar será encontrar el camino para detener las bases del proceso antes de que aparezcan los síntomas. Con ese propósito, varios grupos han trabajado en vacunas contra la diabetes basadas en plantas que, como la papa, contengan insulina o AGD ligadas a la subunidad B inocua de la toxina del V. Cholerae (para potenciar la captación de los antígenos por las células M). La administración de las vacunas a unas cepas de ratones en los que se había inducido la diabetes contribuyó a suprimir el ataque inmunitario y prevenir o retrasar la elevación del azúcar en sangre. No se han conseguido todavía plantas transgénicas que produzcan las cantidades de autoantígenos necesarias para una vacuna viable contra la diabetes humana u otras enfermedades autoinmunitarias. Pero se están explorando diversos esquemas prometedores para vencer éste y otros retos, igual que se avanza en el terreno de las enfermedades infecciosas. A las vacunas comestibles para combatir la autoinmunidad y las enfermedades infecciosas les queda un largo camino por delante antes de que estén listas para las pruebas en gran escala con humanos. Las obstáculos técnicos con humanos, no obstante, parecen superables. Nada sería más satisfactorio que proteger la salud de millones de niños, ahora indefensos. |